De nuevo recordamos la
interesante gastronomía de La Mancha.
Esa región del centro de
España llena de contrastes insospechados que se reflejan muy bien en su
extraordinario repertorio de comidas, que se conocen desde antiguo y hunde sus
raíces en la cocina ancestral mudéjar y sefardí.
Como muy bien supo contar
Miguel de Cervantes en las andanzas de Don Quijote y Sancho.
Ya hemos estado hablando en
este blog de los pistos y muchos de sus parientes repartidos por todo el
Mediterráneo. Desde la rataouille provenzal,
a la musaka griega, hasta la granada y el tumbet de Mallorca.
Esta acertada unión de
hortalizas, que hábilmente cocinadas y aderezadas constituyen comidas de un especial
interés, ha sido muy fecunda y han llegado prácticamente intactas hasta
nuestros días.
Son, sin duda, parte
importante de la más que nombrada Dieta
Mediterránea y de su paradigma de alimentación adecuada a nuestra salud.
En esta ocasión vamos a
cocinar una comida de una enorme simplicidad, lo cual no debe dejarnos
menospreciar su gran calidad.
Vosotros mismos podéis
comprobarlo.
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El conocido como pisto manchego es una suculenta comida que se obtiene de freír de forma independiente, pimientos, tomates, cebollas, patatas, calabacines y berenjenas.
Los productos de temporada
de cualquier huerto domestico que se siguen cultivando en casi toda esta
región.
Pero se trata de una comida versátil
con algunas combinaciones posibles, según los ingredientes de que dispongamos.
El pisto a lo largo de su
historia ha sufrido algunas transformaciones.
En su origen el pimiento
rojo sustituía al tomate, que a pesar de haber sido traído desde América en los
primeros viajes, aún estaba ausente en las cocinas.
En los tiempos antiguos se
freía con manteca de cerdo y se añadía tocino y miga de pan, lo que constituye
una comida de una vez.
Sus valiosas propiedades como especie y como conservante le abrieron
las puertas de las cocinas.
Resulta paradójico que de
estos dos interesantes productos que llegaron a Europa con Cristóbal Colón, el
pimiento tuvo una rápida adaptación, sobre todo la variedad seca y molida conocida como pimentón, muy extendida en La Mancha y
en Extremadura, que fue ofrecida como regalo a los Reyes Católicos.
Si su cultivo fue tan fugaz y extraordinario en España se debió a la habilidad botánica de los
monjes Jerónimos del Monasterio de Yuste en Guadalupe, y de ahí paso a su filial del monasterio de La Ñora en Murcia, con
cuyo nombre se reconoce la variedad mas común.
El pimentón era lo más
parecido a la codiciada pimienta que andaba buscando el almirante en las
Indias.
Los Católicos Reyes que habían
sufragado esta costosa expedición no
consiguieron la anhelada pimienta pero si el pimentón,
un curioso fruto desecado y molido, que por un juego del destino heredo el nombre de la pequeña y
valiosa baya.
En definitiva una sencilla cuestión de género.
En definitiva una sencilla cuestión de género.
Su compañero el tomate tuvo
menos fortuna, el extraordinario parecido de su planta a la belladona, un potente veneno muy de moda en la época, sobre todo en
las cortes italianas, lo relego de nuestras comidas hasta bien entrado el siglo
XVIII.
En esta ocasión usaremos
estas hortalizas solo como curiosidad, vamos a cocinar una variante algo reducida que probé en casa de unos buenos amigos manchegos, compuesta solo por calabacín y cebolla.
Delantal.
Necesitamos calabacines y
cebollas.
Pelamos los calabacines
quitándoles la piel.
Los partimos en trozos
regulares de un tamaño pequeño procurando no utilizar las semillas.
Nos puede ayudar trocearlos
en dos partes y colocarlos apoyados en forma vertical e ir rebanando la pulpa
exterior desechando la parte interior de las semillas.
Ahora picamos las cebollas
lo más pequeño posible.
La proporción entorno a una
cebolla grande por cada calabacín.
Necesitamos una cazuela
amplia.
Colocamos un fondo de aceite abundante.
La receta original consiste
en freír los ingredientes con aceite abundante, pero valiéndonos de la cebolla
y su interesante jugo, podemos reducir la cantidad de aceite sin perjudicar el
resultado.
Primero al cebolla a fuego
moderado, no demasiado tiempo, lo justo para que evapore parte de su jugo.
Entonces añadimos el
calabacín y trabamos bien.
Debemos dejar destapada la
cazuela a fuego medio al principio.
Es una comida que requiere
paciencia, es de elaboración lenta, hecha sin prisa. Solo precisa moverse de
vez en cuando.
Veréis como el jugo se va
evaporando y va adquiriendo la mezcla un color dorado.
Cuando notemos que nuestras
hortalizas están cocinadas usaremos un utensilio de cocina para ir machacando
las verduras en la misma cazuela sobre el fuego hasta formar una unión
homogénea y bien trabada.
El tiempo de cocción es
orientativo pero no menos de 1 hora, veréis que el jugo se va evaporando casi
en su totalidad.
El olor de la comida hecha
indica el final y precede a su delicado sabor.
Podéis añadir algo de sal y
pimienta negra molida, incluso no le sobra orégano como en la receta
tradicional.
The End.
Esta es una comida con
muchas aplicaciones que admite bien el reposo, incluso se puede conservar en
botes cerrados esterilizados, como es costumbre en su lugar de origen.
La podemos tomar sola o
acompañando a multitud de otras comidas.
La lista de posibilidades es
tan amplia como nuestra imaginación nos permita.
Acompaña a carnes, pescados
y otras verduras. Puede servir para suflés, quiches, masas, rellenos…
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